lunes, 22 de abril de 2013

Una hora con Julio Vicuña Cifuentes

Julio Vicuña Cifuentes
Imagen tomada de Memoria Chilena

Crítica aparecida en El Mercurio el día 16 de enero 1927.

Un nuevo libro de don Julio Vicuña Cifuentes es un acontecimiento literario que no puede pasar inadvertido. El poeta de “La cosecha de otoño”, el folklorista, el historiador, el tratadista, ha enriquecido la lista de sus obras con un nuevo volumen en que se leen sus discursos académicos y de circunstancias. “He dicho” se titula este libro elegantemente editado por Nascimento, y su título no obedece solo al propósito de señalar en forma breve y gráfica su contenido. Envuelve también la intención que anima al autor de no pronunciar nunca más una oración… “Soy el académico que ha pronunciado más discursos –nos dice- y también el hombre que ha servido más veces de jurado en concursos. No quiero volver a hacer un nuevo discurso ni aceptaré otra vez servir de jurado”. 

Pero estos propósitos del señor Vicuña posiblemente que [sean] frustrados. Su posición central en nuestra literatura –comprendido y respetado por los jóvenes, el señor Vicuña merece también el aplauso y la consideración de los más antiguos y venerables escritores chilenos- lo hace ser requerido por unos y otros, ya para ofrecer una fiesta intelectual, recibir un académico o miembro de Facultad, ya para decidir sobre el mérito de las composiciones enviadas a un certamen. 

Llegado a los sesenta años en pleno vigor de su inteligencia y con una vitalidad de que luego diremos el secreto, el señor Vicuña quiere alejarse de actividades que no siempre se cumplen con entera satisfacción y dedicarse a dos ocupaciones fundamentales. La primera es su labor docente: es profesor del Instituto Pedagógico y examinador universitario. La segunda es la preparación de algunas obras inéditas que esperan un poco de cuidado de su autor para salir a la vida pública a conquistarle mayor prestigio. 

Una tarde hemos llegado a su casa de la calle de Mosqueto para conversar con él. En esa vía, vecina a dos hermosos paseos y bordeada de árboles verdes y fragantes, vive el autor de “He dicho”. Atravesamos un vestíbulo decorado con el sobrio lujo de viejos muebles de caoba, para llegar al escritorio del señor Vicuña. Aquí nos recibe cordialmente el escritor. El muro sur de la habitación se halla cubierto, del suelo al techo, por una estantería cuajada de libros y dividida en dos pisos. En un estante adosado a otra pared y en otro giratorio se agregan nuevos libros. Son, en su mayoría, obras serias, de consulta. Junto a las colecciones de clásicos castellanos se ven los gruesos lomos o los diccionarios; los cancioneros se mezclan con libros de folklore y de literatura comparada. Es el escritorio de un sabio más que el de un artista.

El escritor nos cuenta algunos rasgos de su vida. Se casó a los veinticuatro años, y se dedicó a trabajar con ahínco. En esos tiempos fue periodista y profesor. Cuando cumplió catorce años en la instrucción secundaria, jubiló con una pensión mensual de ciento setenta pesos. Reincorporado después de más de diez años de jubilación, actualmente dedica a la enseñanza sus mejores energías. 

-“He nacido para profesor –nos dice- y mis clases del Pedagógico me proporcionan un singular agrado. La casi totalidad de mis alumnos son niñas; en el primer año tengo diecisiete alumnos, de los cuales uno solo es hombre y no chileno, sino panameño. 

Estoy tratando de quitar a mis alumnos la preferencia por los temas de estudio que no sean estrictamente nacionales. ¿Qué de nuevo dirá un joven sobre Pereda, Galdós, la Condesa de Pardo Bazán, Valera, aun en el supuesto de que lea concienzudamente sus obras y las de sus críticos? Nada. Mientras tanto hay escritores chilenos, hay movimientos literarios poco estudiados y que merecen atención. Muchos de mis alumnos están trabajando en las viejas revistas literarias y en los diarios. La producción de los románticos se halla dispersa en publicaciones periódicas que están olvidadas. Una alumna mía ha encontrado buen número de artículo de costumbre de don Alberto Blest Gana. Conocido como novelista, muy pocos serán los que tengan noticias de esta actividad de don Alberto. 

También he pedido a algunos de mis alumnos –agrega el señor Vicuña- que recojan el folklore de las regiones de las cuales son oriundos y que visitan en las vacaciones. El resultado de estos trabajos puede ser considerable”. 

El escritor está sentado frente a nosotros. En su rostro, desnudo de barba y de bigote, destacan esos rasgos de ironía, de pícara malicia que hacen de su obra literaria, así como de su conversación, un plato tan sabroso. Don Julio Vicuña es el Valera chileno. Sabio como el escritor peninsular, si bien no le son desconocidas las más arduas disciplinas filológicas e históricas, su espíritu tiende al arte como a un refugio de paz. Sus versos son los versos de un poeta de primer orden, en cuya alma cantan aún las alondras de la juventud. En sus discursos académicos y en muchos de sus trabajos corre una picante ironía que, unida al esplendor de una prosa tersa y armoniosa, hace pensar en el estilista de “El pájaro verde” y en el traductor de “Dafnis y Cloe”. 

-“La literatura en Chile –nos dice luego nuestro interlocutor- carece de estímulos. Aquí, el cultivo de las letras no solo no abre caminos, sino que por lo común los cierra. Ni el Gobierno ni el público premian el esfuerzo intelectual. Parece que no sucede lo mismo en otros países hispanoamericanos. Vea usted, por ejemplo, el caso de los escritores de América, a quienes sus Gobiernos han galardonado con misiones de representación. ¿Valían más que algunos de nuestros literatos los delegados a la Quinta Conferencia Panamericana? En este último libro mío viene precisamente un discurso que yo debí pronunciar en una velada que se organizó en Santiago en homenaje a los visitantes pero que no se llevó a efecto. Pues bien, esos caballeros habían llegado a este país como a enseñarnos que Colón había descubierto la América, convencidos sinceramente de que nosotros no lo sabíamos… No es de extrañarse que no se realizara el homenaje a que me refiero”.

Hablando de historiadores, el escritor, que conoce bien las obras y las personas de todos ellos, y que en su juventud trató a las grandes figuras que en el pasado destacaron en este género, nos dice:

-“Cada vez que he tenido oportunidad, como verá usted en “He dicho”, he pedido a nuestros historiadores que se alejen de la rectificación y de la acumulación de documentos, para atender más en sus escritos a la representación de la historia social del país. ¿Qué importa que fueran ciento tres o ciento cuatro los granaderos que pelearon en Maipú? Nadie, que yo sepa ha atendido hasta ahora al caudal acumulado, para extraer de él la síntesis, de un trabajo histórico en que se vean el estado social, las costumbres y las ideas de Chile en un momento de su vida”.

-Ya hay un esfuerzo en este sentido –interrumpimos al señor Vicuña-. Don Luis Galdames ha publicado el primer volumen de una historia constitucional de Chile, y en esta obra se reconstituye el ambiente de la época, se atiende a las ideas, se olvida un poco las batallas y se hace labor de resumen, a nuestro juicio, con sumo acierto. 

-“No la he leído todavía –nos dice el señor Vicuña-, pero la tengo. Por lo que usted me dice voy a leerla”. 

Una relación extraña y sutil, nos hace caer en un tema que es bien distinto.

-“Los jesuitas –dice el señor Vicuña- que cualquier cosa podrán ser, menos tontos, dijeron hace muchos años al Papa que para el clima de América no convenía el sistema de ayunos establecido en Europa. También es fácil observar que en esta tierra la gente envejece más pronto. A los cincuenta años cada hombre aquí se esconde tras de la puerta a ensayar posturas para morirse. De allí que sean tan elogiados casos de longevidad como el de don Crescente Errázuriz. En Europa es muy diferente. Observe usted que los generales de setenta años son los que ganaron la guerra y que los políticos de no menor edad son los que gobernaron en ese tiempo y después han afrontado los problemas de la liquidación bélica. En este prematuro envejecimiento de los americanos parece que influyen, a la vez, el clima que es enervante, el régimen de vida, que seguramente no es muy cuerdo en la mayoría, y la alimentación”.

Recordando alguna anterior conversación, decimos al señor Vicuña: -Y usted, ¿sigue fiel como antes al jugo de zanahoria?

-“Sí –nos dice-, y cada vez más asombrado de los efectos. Yo puedo trabajar ocho o diez horas al día sin fatigarme y actualmente gozo de una salud perfecta. Es cierto que me cuido, pero la vitalidad que me permite soportar el trabajo se la debo al jugo de zanahoria. Una copa al día, en ayunas del zumo de la zanahoria cruda, me sanó de una antigua afección al hígado y me ha permitido llegar sin cansancio a esta edad. No es raro que así sea, pues la zanahoria tiene las tres vitaminas que necesita el organismo”.

Después del breve paréntesis higiénico, cuyos resultados son evidentemente inmejorables, volvemos a la literatura. El señor Vicuña recuerda a algunos compañeros de letras y de estudios. Dedica unas cuantas frases de simpatía a don Enrique Matta Vial, de quien dice que [solo] uno de sus amigos le debe algo, por lo menos un estímulo, y que es uno de los pocos hombres en quien no encontró nunca envidia para la obra de nadie. También recuerda a don Enrique Nercasseau y Morán, a quien reemplaza en el Pedagógico. “Tenía mucho talento –dice- pero se malogró completamente. Pienso recopilar en un volumen sus trabajos, dispersos en revistas y diarios. No fue mucha su obra, pero hay en ella más de un aspecto de valor”. Consagra luego unas cuantas frases a don Marcial Martínez, su comprovinciano, y esta figura nos da pie para recordarle su amor, tantas veces proclamado, por la “patria chica”.

-“Nací en La Serena –nos dice- capital de Coquimbo, tierra que ha producido muchos hombres ilustres. Coquimbanos fueron y son como digo en un discurso, Marcial Martínez, Adolfo Valderrama, Benjamín Vicuña Solar, mi padre, Pablo Garriga, Narciso Tondreau, Francisco Araya Bennett, Enrique Molina, los hermanos García Guerrero, Manuel Magallanes Moure, Gabriela Mistral, Carlos Mondaca, los hermanos Silva, y muchos otros. La gente de mi provincia es muy buena, muy amable; generalmente sale de su tierra y fuera de ella, trabaja, produce y se hace notar. Hay en La Serena una nebulosidad que los viajeros comparan a la neblina limeña, y entre la ciudad de los Virreyes y la capital de Coquimbo dicen que existe mucha semejanza. Las obras que actualmente se hacen para la captación de aguas, permitirán el riego de unos valles que son fertilísimos. No es extraño que la antigua prosperidad vuelva a mi querida provincia. Su riqueza minera ya sabemos que es grande, y ahora parece que va a ser explotada nuevamente, esta vez por los norteamericanos”.

Interrogamos al escritor sobre sus trabajos literarios y nos dice que tiene varios en preparación:

-“Quiero hacer un volumen de cuentos formado por algunos ya publicados en revistas y por otros inéditos. Otro volumen tengo casi listo, es uno de “Semblanzas de muertos”, en las cuales recuerdo algunas figuras literarias y artísticas que vivieron hasta hace pocos años. Tengo ya publicadas tres de estas semblanzas, entre ellas la de don Guillermo Matta. También deseo hacer una nueva edición de “La cosecha de otoño”, con algunos versos nuevos”.

-¿Cuándo escribió usted “La cosecha de otoño”? –interrumpimos.

-“La escribí, con excepción de los poemas fechados, que son unos pocos, entre los años 1915 y 1920. Antes yo había escrito, a lo largo de muchos años, una cantidad inmensa de versos. No sé cuántos serían; pero me parece difícil que fuesen menos de ocho o diez mil. Llenaban un gran cajón y habrían dado materia para varios volúmenes. Los releí en 1916 y no me gustaron. Los di a leer a mis hijos, que han leído mucho, y como fueron de mi opinión, quemé todos aquellos originales. Le aseguro que no me he arrepentido ni pizca. Los pocos poemas que salvé de este auto de fe figuran en “La cosecha”, pero la casi totalidad de este libro, como ya dije, lo escribí hace pocos años”.

-Debe tener usted también estudios dispersos –le decimos-.

-“Sí, y pienso hacer de ellos un volumen, pero no sé si me dará lo suficiente. Le tengo horror al folleto, y si no sale un libro, no publico nada. Tengo algunos trabajos sueltos sobre métrica, folklore, etc., y estos son los que voy a recopilar”.

Próxima ya la hora de la comida, nos despedimos del escritor, agradeciéndole la molestia que se ha tomado. Cuando nos alejamos por esa silenciosa calle de Mosqueto de la cual, como él nos dijo, se sabe que existe desde el siglo XVI, pensamos en el vasto esfuerzo que representa su obra y en el entusiasmo juvenil con que la prosigue a los sesenta años. ¿Se debe todo, efectivamente, al jugo de zanahoria, o reconoce una causa más espiritual?

Dejamos la resolución del problema a algún erudito paciente.

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