lunes, 22 de abril de 2013

Tres buscadores de la chilenidad: Lenz, Laval y Vicuña Cifuentes

Por Manuel Dannemann

La relación semántica de chilenidad con cultura chilena o con lo chileno es obvia, en cuanto a la delimitación de un contenido étnico sociocultural, pero la naturaleza fundamental y particular de la chilenidad consiste en una fuerza tradicional viva en conductas propiamente comunitarias, cohesionantes, de sistemas de especificidad local, que surgen a través de la práctica de funciones básicas habituales, como uso de creencias, juegos, medicaciones, consumo de alimentos, producción de artes y artesanías, del más alto sentido de identidad. Esta instancia de la chilenidad es afín con el comportamiento folclórico, en su significado antropológico estricto, como lo ha propuesto el autor de este artículo en varios de sus estudios publicados, cuya lectura crítica permite hallar elementos de discusión correspondientes a la materia en referencia (Dannemann, 1995:28; 2005: III – 119; 2007: 47-56).

A mediados del siglo XIX, la chilenidad así descrita, que con potencia emergente en un proceso de mestizaje, comenzaba a formar y a explicitar como nunca antes la fisonomía de un país, sorprendió y atrajo a ilustres extranjeros y nacionales, como al alemán Juan Mauricio Rugendas, quien nos dejara dibujos y pinturas muy fielmente representativos, descollando los del vestuario de ese entonces; al argentino Domingo Faustino Sarmiento, testigo y autor de relatos testimoniales de esa época; a los que bien puede añadirse el chilenísimo José Zapiola, músico y cronista de cantos y danzas; autor del himno marcial más conocido como La Canción de Yungay, que exalta el triunfo obtenido por el ejército de Chile en la ciudad peruana del mismo nombre el año 1839, en la guerra con la Confederación Perú-Boliviana. Aproximadamente cincuenta años después de lo que fuese una atracción de asombro y de descubrimiento, empezó a convertirse en un trabajo sistemático de estudio y de difusión de bienes culturales, cuya caracterización los denominaría folclóricos o populares, o tradicionales, y que contase con el estímulo de la acción de la Sociedad de Folklore Chileno, la primera en América Latina, creada por Rodolfo Lenz el año 1909, con la compañía fundacional y la decidida participación de Enrique Blanchard-Chessi, Agustín Cannobio, Eliodoro Flores, Maximiano Flores, Ricardo E. Latcham, Ramón A. Laval, Antonio Orrego Barros, Julio Vicuña Cifuentes y Francisco Zapata Lillo.

Esta institución pasó a ser el año 1913 la Sección de Folklore de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, que había fundado en 1911 Enrique Matta Vial, manteniéndose activa hasta 1921, si se toma como referencia para esta observación su última acta publicada, que apareciera en la Revista Chilena de Historia y Geografía, N° 45, del primer trimestre de 1922, sobreviniendo entonces un receso de ella que llegara a la larga duración de sesenta y un años, hasta que volviese a funcionar en 1982, ininterrumpidamente hasta ahora, por iniciativa del en ese tiempo Presidente de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, Sergio Martínez Baeza, quien en la actualidad ejerce el mismo cargo.

En la Sociedad de Folklore Chileno y en la Sección de Folklore se distinguieron con creces los mencionados Ramón A. Laval (1862-1929) Rodolfo Lenz (1863-1938), y Julio Vicuña Cifuentes (1865-1936), los tres coetáneos, por su permanente energía de colaboración, por su productividad materializada en numerosas publicaciones y por su invariable resolución de investigar la cultura folclórica como un área de especial significado de la conducta humana, esto último asimismo demostrado por Lenz y Vicuña Cifuentes en su condición de profesores del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde consiguieron incorporar a estudiantes en trabajos de campo y en la elaboración de memorias para optar a títulos profesionales, con una loable intención de prolongar sus estudios a través de la juventud universitaria. Sobre este particular, en lo que atañe a la primera de estas dos tareas, relata el profesor Vicuña Cifuentes en la introducción de su libro Romances populares y vulgares, publicado el año 1912, lo que le sucediera cerca del 1900:

“Hace doce años, más o menos, cuando ni aún podía yo pensar que hubiese en la tradición oral chilena romances populares españoles, un discípulo me llevó a la clase una estragadísima versión del romance El reconocimiento del marido, recogida por él de los labios de un viejo campesino de Buin. Interesado en la indagación, aunque receloso de que se tratase de un caso aislado, logré ponerme en contacto con este individuo, que a pesar de sus muchos años recordaba fragmentos de otros romances, populares y vulgares. Seguro ya de que estos viejos cantos existían en nuestra tradición popular, me di a buscarlos, si bien no con mucha actividad al principio, por estar empeñado en diversos trabajos, y al llegar a Santiago don Ramón Menéndez Pidal, en 1905, le entregué doce o quince versiones que había recogido. El mismo señor Menéndez, guiado por mí, pudo interrogar a varios individuos del pueblo y recoger personalmente algunas variantes” (Vicuña, 1912: XVII). Curioso destino el del encuentro y el del afán común de estos hombres de diferente formación y oficio, que confluyeron en una dedicación al conocimiento de una materia cuyo nombre en los inicios del siglo XX se balbuceaba por poquísimas personas, con serias dudas sobre su contenido, mientras que en Europa los miembros de la primera sociedad de occidente preocupados por conceptualizar esa materia, la de Inglaterra, establecida en 1878, planteaban principalmente una vía de comprensión de ella desde la antropología, la etnología, la geografía cultural, la historia, la sociología, como se comprueba, paradigmática y descollantemente mediante el libro de George Laurence Gomme, Ethnology in Folklore (Gomme, 1892).

Antes de asumir responsabilidades en las instituciones señaladas, Ramón Laval había sido funcionario público en la Administración Principal de Correos de Santiago y en la Biblioteca Nacional, de la que fuera subdirector desde 1913. A partir de 1911 pasó a desempeñarse como secretario y como director de la revista, de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, por catorce años, siendo elegido en 1923 miembro de número de la Academia Chilena correspondiente a la Real Española de la Lengua, en reemplazo de Enrique Matta Vial. En cuanto a sus investigaciones sobre la cultura folclórica, muy preponderante la de Chile, fue un autodidacta ejemplar, con una innata e inagotable afectividad por las tradiciones de forma narrativa que él estimaba como folclóricas, de acuerdo con las enseñanzas de sus lecturas de estudiosos europeos de gran renombre, como el italiano Pitrè y el francés Sébillot; movido por sus reminiscencias de la niñez, como lo sugieren sus biógrafos (Ossa, 1930:108-110), si bien resulta aceptable reconocer la poderosa repercusión que tuvo en él su relación con el Dr. Rodolfo Lenz en la Sociedad de Folclore Chileno, que a poco andar sería la Sección de Folklore de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía –1909-1921– como quedara dicho, por medio de comunicaciones personales y de comentarios a libros y artículos de revistas de ambos y de otros autores, con la orientación que Lenz siempre daba a sus colegas y estudiantes, a través de su excepcional formación académica universitaria.

Por su parte, como es bien sabido, Rodolfo Lenz se había doctorado el año 1886 en la Universidad de Bonn, con una tesis merecedora de la aprobación summa cum laude, sobre Fisiología e historia de las palatales, que anunciaba su talento de fonetista y que una vez publicada mereció una crítica científica internacional muy favorable. El año 1890 llegó a Chile, contratado para dictar clases en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, junto con otros sobresalientes profesores alemanes, entre los cuales se hallaban Federico Hanssen, Federico Johow, Enrique Schneider, Juan Steffens.

En este país fue filólogo, lingüista con énfasis en la lexicografía, en la fonética, en la gramática, en la etimología; catedrático en la enseñanza universitaria de lenguas modernas y de materias gramaticales, etnólogo e investigador de la cultura folclórica.

Su fervor por el estudio de elementos dialectales lo llevó a penetrar en la cultura folclórica chilena como etnólogo, filólogo y lingüística. Así, en la introducción a su libro Sobre la poesía popular impresa de Santiago de Chile, expresó:
“El que una nación desarrollada sobre base tan sana, haya logrado formarse un carácter propio y peculiar, no podrá sorprender a nadie. Creo que Chile, que ha producido el dialecto vulgar más característico entre todos los hispanoamericanos, también brindará la cosecha más rica en materia de folklore y literatura popular.” (Lenz, 1919:9) Para añadir seguidamente: “Solo estudios que están por hacer (sic) podrán deslindar con mayor exactitud hasta qué extremos la literatura y las costumbres populares chilenas conservan restos de la época de los conquistadores y de los siglos XVII y XVIII; cuánto es debido a los antepasados indios y cuáles rasgos sólo se han desarrollado dentro de la vida propia de la nación. Por el momento faltan todos los trabajos preliminares y, careciendo de bibliotecas folklóricas, me he limitado a recoger de primera mano toda especie de poesías populares, refranes, proverbios, cuentos de hadas y de brujos y otros materiales de folklore. El caudal que he conseguido en los cuatro años corridos de mi permanencia en Chile es ya considerable, pero todavía no he pensado en elaborarlo. Por hoy me limitaré a estudiar solamente la poesía popular impresa de los ‘poetas populares´ y su presentación por los ‘cantores´”. y en estas dos vertientes indicadas, esto es, la más propia de los estudios del lenguaje, y la más cercana a la etnología y al folclore, ambas con una base y una dirección bien definidas en cuanto a su condición de cultura, Lenz dejó un firme legado que puede resumirse, entre otros modos, respecto de la primera, eminentemente con su Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indígenas americanas (1905 – 1910), y de la segunda, con su mérito de haber sido el iniciador indiscutible de la ciencia de la cultura folclórica en Chile, con el aliciente y la productividad que se destacarán más adelante.
En relación con la capacidad global de Lenz, el distinguido filólogo Mario Ferreccio, profesor de la Universidad de Chile, afirma que “en realidad es uno de los fundadores centrales de la Filología-Románica por la incorporación de un campo nuevo a esta disciplina, desarrollando sus implicaciones con alto grado de abstracción científica. Se conjugan en él los valores más preciados que se pueden desear en el cultor de las ciencias humanas. Desde luego, una vocación arrolladora, un alegre entusiasmo por las aventuras del oficio filológico, una inteligencia de brillo y lucidez excepcionales, una inagotable voluntad de estudio, una formación en las lenguas de las culturas clásicas como el más eximio grecolatinista, una providencial habilidad para el aprendizaje de lenguas, una erudición humanística completa.” (Ferreccio 1987:13). y en uno de sus juicios sobre el aludido diccionario, Ferreccio asevera que “La clara conciencia del significado auroral de su libro la exterioriza Lenz en la absoluta explicitud de cuanta categoría, concepto, distinción terminología se maneja en él; nada allí está puesto como tácitamente consabido. No hay diccionario conocido alguno en que en tan latas páginas preliminares se analice y establezca con máxima precisión todo el universo doctrinal, técnico y metodológico movilizado. Desde el imperativo de identificación de la lengua española hasta el elenco de simbolos, pasando por la partición dialectal, tabulación social y estilística, estimación crítica y exhaustiva de las fuentes, una por una, anamnesis de la composición del libro, proyecciones a futuro, etc., todo está prolijamente discutido, didácticamente enunciado en las páginas introductoras y prologales…” (Ferreccio, 1987:16). Después sostiene que “No es el de Lenz exclusivamente un diccionario etimológico… Lo etimológico, aunque importante (delata el indigenismo) ocupa sólo un lugar, y, por significativo azar, el último dentro de cada artículo. Cuando Lenz no tiene otra cosa que decir sino establecer la etimología, el artículo se agota en dos o tres líneas. Ellos ofrecen de norma, pues mucho más que eso. Desde luego, una formulación léxica completa, en que se enumeran cuidadosamente las distintas acepciones que tiene una voz y luego las polarizaciones semánticas que pueden afectar a los derivados de ella, notación prosódica, descripción gramatical, sintagmas fijos, área de difusión, variantes, documentación, constancia en la bibliografía americana; sobre todo, los artículos ofrecen todo un arsenal de erudición y sabiduría humana. Se agolpa allí un formidable caudal de acotaciones antropológicas, históricas, etnológicas, literarias, folclóricas, costumbristas, dralectológicas…”. (Ferreccio, 1987:17).

A su vez, Julio Vicuña Cifuentes –nombrado casi siempre con sus dos apellidos– luego de una carrera de Derecho, dedicóse a escribir y publicar sobre diversas materias en prosa y en verso, a divulgar sus nociones de métrica española a través de diferentes textos, a plantear cuestiones de lexicografía, sobresaliendo su estudio de la llamada coa, la jerga de los delincuentes de Chile; a la docencia universitaria en el Instituto Pedagógico, para formar profesores de castellano. Junto con estas actividades demostró, quizás de preferencia, un ostensible interés por la cultura folclórica-popular, tradicional de su país, manifestado en su breve propuesta conceptualizadora. ¿Qué es el folklore y para qué sirve? (1940), y, preponderantemente, en sus dos obras fundamentales y clásicas, Romances populares y vulgares recogidos de la tradición oral chilena (1912), y Mitos y supersticiones recogidos de la tradición oral chilena (1915),a las cuales se volverá posteriormente, por su significado de chilenidad y por la fuerte presencia de su autor en ellas.

¿Qué impulsaría a este catedrático, buen y crítico lector de pensadores ilustres de los tiempos grecolatinos y del Renacimiento, a seguir el llamado de tradiciones de especificidad local, simples por su forma pero con frecuencia de profundo contenido, en su mayoría de acentuada vigencia y frecuencia de uso en localidades rurales? Serían acaso algunas evocaciones de su infancia y de su juventud, como las que confesara Ramón Laval, ya sugeridas, conservadas en su memoria, teniendo como escenario la naturaleza emocional de lugares campesinos aledaños a la ciudad de La Serena, donde él naciera? Pienso que así aconteció, sin que pudiese negarse el influjo de su amigo Ramón Arminio Laval, y del Dr. Rodolfo Lenz, en sus años de madurez, especialmente en el periodo de la pertenencia de todos ellos a la Sociedad de Folklore Chileno, que fuera después la Sección de Folklore de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, como ya se expresara repetidas veces.

Este influjo podría haberse producido temáticamente en el libro Mitos y supersticiones (1915) recogiendo su autor informaciones surgidas en sesiones de una y otra institución, y posteriormente desarrolladas, como podría inferirse de mi examen preliminar de las actas de ambas, y lo que me permito proponer en términos tentativos, que serían más probatorios de aceptación o de rechazo si se lograra intensificar y pormenorizar este examen, o bien hallar otras fuentes del presunto influjo. Más posible podría considerarse de manera global la influencia de Laval y de Lenz, en los contenidos, en los conceptos, en los objetivos y en los procedimientos, del trabajo de Vicuña Cifuentes, Las narraciones en prosa en la literatura popular chilena (Vicuña, 1919) por la mayor trayectoria de formación y de investigación de ellos, seguidores de los grandes estudiosos de este género, de los países europeos latinos, Laval, y de Alemania, Lenz.

Para recalcar los aportes a la chilenidad, descrita al iniciar ese artículo, de estos tres buscadores y entendedores de ella, seleccionaré algunos de sus trabajos publicados, para hacerles breves observaciones que fortalezcan su sentido, y, por lo tanto, su contribución a esta manera de valorar la cultura chilena. Para este efecto cambiaré el orden de presentación de ellos, mantenido hasta ahora, dejando en primer lugar a Lenz, continuando con Laval y concluyendo con Vicuña Cifuentes, lo que en ningún caso implica ni una jerarquización ni una calificación, sino que permite disponer de un mejor punto de partida, para entregar luego, paulatinamente, elementos de comprensividad de la cultura folclórica, ya que Rodolfo Lenz tenía una cabal calidad científica de gran solidez teórica, metódica y conceptual, y de notable laboriosidad etnográfica, peculiaridad esta última que también evidenciaban Laval y Vicuña Cifuentes, con predominio de lo descriptivo, comparativo y ejemplificativo, pero sin alcanzar, por razones obvias, el nivel de teorización, de conceptualización y de práctica metódica de quien, en cierta medida, fuese su maestro.

el espacio destinado a las tareas del aludido y célebre etnólogo, filólogo y lingüista alemán, me ocuparé de algunos de sus logros sobresalientes en beneficio del desarrollo de la disciplina de la investigación de la cultura folclórica, circunscribiéndome esta vez a la mestiza, sin que se pueda olvidar lo mucho y muy valioso que hizo Lenz por la araucana, como a él le gustase denominarla; en circunstancias de que “desde el momento mismo en que llegó a Chile, junto con su docencia del inglés y del francés, e impresionado por nuestra manera de hablar, en un español muy diferente del que él había conocido durante sus estudios universitarios, de acuerdo con los preceptos académicos, se dedicó a investigarlo, primero como fonetista, y luego como dialedólogo (hoy diríamos tal vez ‘sociolingüista’), etimólogo, etnólogo (o mejor, ‘etnolingüista’) y folclorólogo.” “En aquella época, Lenz tenía que justificarse, pues ‘el ambiente intelectual de Chile [y, en general, de Hispanoamérica] saturado de intereses gramaticales [prescriptivos], no era […] favorable al estudio de las hablas rurales y plebeyas´. Por esto es que sus “Estudios chilenos”, la primera descripción fonética rigurosamente científica –y hasta lujosa– de un dialecto hispánico, según Amado Alonso, decidió publicarlos en alemán (Chilenische Studien, 1891 y 1892) en la prestigiosa revista especializada de Marburgo, Phonetische Studien, a cargo del famoso fonetista Guillermo Viëtor. De este modo evitó entonces –en sus propias palabras– que ‘los profesores chilenos de gramática castellana y retórica se rieran del gringo leso que trataba como cosa de interés científico los ‘vicios del lenguaje´ de la gente inculta’. Hubo que esperar casi 50 años, cuando ya la situación, felizmente, era muy otra, para que aparecieran en español en el tomo VI de la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana (Buenos Aires, 1940), dedicado al español de Chile, bajo la dirección de Amado Alonso y Raimundo Lida” (Rabanales, 1992:119-134).

ya se dio a saber que el Dr. Lenz fue el fundador de la ciencia de la cultura folclórica en Chile. Para ésta, para sus estudiosos, sus estudiantes, sus instituciones, sus procesos, sus distintas materializaciones, tuvo un carácter en verdad histórico la sesión del 1° de agosto del año 1909, en la que este profesor resumió y comentó, coordinadamente, algunos fragmentos del libro del Dr. R.F. Kaindl, La ciencia del pueblo, su significado, sus metas, sus métodos. Fueron las primeras palabras sobre una nueva disciplina que se pronunciaron en este país, y aunque sus acepciones hayan tenido cambios a lo largo de los cien años que pasaron desde entonces hasta ahora, su poder de creación y de incentivo de algún modo perdura.

Lenz puso énfasis en esa oportunidad en que “El Folklore es una rama de la etnología”, e hizo presente, siguiendo a Kaindl, lo que en ese tiempo había adquirido relevancia: Que “La etnología investiga las leyes de la formación de la humanidad con el objeto de presentar un cuadro de su vida, síquica. No se ocupa en lo que piensa el individuo sino en lo que piensan los pueblos como colectividad, lo que Bastian, el verdadero fundador de la etnología moderna llamó la idea étnica” (Lenz, Etnología y folklore, 1909:5).

Este pensamiento, en parte hermenéutico, vale decir, el de una corriente filosófica, recibió enriquecedoras innovaciones del alemán H.G.Gadamer, en la segunda mitad del siglo XX, principalmente con su connotación del lenguaje como instrumento para la comprensión de lo humano. Piénsese, al respecto, que la labor filológica pragmática de Lenz, aproximadamente medio siglo antes, había considerado el lenguaje como integrador estructural de la conducta cultural con los hábitos sociales y con las actitudes psíquicas, así como también un medio metódico para alcanzar a entender esta integración, lo que, sin duda, resultara fortalecido con los estímulos que él hallara en las colaboraciones que regularmente leyera en una publicación periódica de excelencia en esta materia: la Zeitschrift fur völkerpsychologie und Sprachwissenschaft– la Revista de psicología étnica y ciencia del lenguaje – editada por los profesores alemanes, doctores M. Lazarus y H. Steinthal, en Leipizig, varios de cuyos números, me fueron obsequiados por una generosa nieta suya, la señora Helga Brüggen Lenz.

En el tomo XIX, cuaderno 4, del año 1888, que pienso fue traído por su dueño de Alemania a Chile, aparece una información sobre el libro de Rudolf Kleinpaul, Sprache ohne WorteLengua sin palabras–, según su autor, una contribución al Folklore –no Volkskunde– que sería una incitación para Lenz en la línea que tanto que tanto le significara con respecto del lenguaje como cultura y manifestación social en su condición anímica.

Añade el Dr. Lenz a su aseveración inicial sobre folklore y etnología, que el primero concierne a una “rama de la ciencia del hombre que busca la mayor parte de los materiales que se necesitan para la aplicación del método inductivo y comparado en la etnología. Recoge los mitos y todas las manifestaciones de las creencias populares, las leyendas, las consejas, los cuentos, cantos, y proverbios, las supersticiones y costumbres. Mientras la etnología general debe siempre tomar en cuenta a todas las naciones del mundo, cualquiera que sea su grado de civilización y parentesco, el folklore se limita a una sola nación o a un grupo de naciones que tienen historia común, pero puede también limitarse hasta a una sola provincia y aún a una sola clase de individuos: podría por ejemplo hablarse de un folklore de los pescadores chilotes, del minero del marinero o del bandido chileno” (Lenz, 1909:8).

Refiriéndose en particular a la cultura folclórica de Chile y haciendo alcances a otros países de América Latina y a América en general, es categórico al no caberle duda de que “el folklore de Chile, como el de todas las repúblicas latinoamericanas ha de ser de los más interesantes. No sólo se trata de averiguar en qué consiste lo particular del pueblo chileno, en qué se distingue de sus hermanos sudamericanos. Hay que investigar cuáles elementos fueron traídos de la patria común, España ¿cómo se desarrollaron y se diferenciaron en cada región; qué elementos indígenas se aceptaron en la gran mezcla de razas? En ningún país colonizado por europeos hay tanta mezcla de distintas razas con tan feliz resultado. Naturalmente esta circunstancia también dificulta la cuestión, porque muchos puntos del folklore criollo dependerán del folklore de las tribus indias que entraron en mezcla con los españoles. La cocina, la medicina casera, la industria casera de Chile, por ejemplo, están llenas de reminiscencias indias. ¿Cómo no ha de suceder lo mismo en el Perú, en Méjico y, más o menos en todas partes? Hay que estudiar el saber popular de todas las razas y de todos los restos de pueblos en América; pero ante todo lo propiamente criollo” (Lenz, 1909:10-11).

Lenz no sólo era dado a proponer formulaciones científicas, sino que profesaba un pragmatismo para el uso de las proyecciones de ellas, para su aplicación en el desarrollo social. No sólo conocer sistemáticamente el concepto de lenguaje, también manejarlo con riqueza, con construcción lógica, con poder de síntesis. Así también, en cuanto al estudio de la cultura folclórica, no se redujo a su conceptualización y a su lugar en el ámbito de una etnicidad interétnica, sino que propugnó la creación y la promoción de un “ensayo” para el cual “en Chile el terreno está ya preparado” (Lenz, 1909:12). 
Si se alcanzara –decía– a despertar el interés del gran público por esta clase de estudios, el resultado será espléndido; pero aún si sólo se logra establecer un conexo íntimo entre un par de docenas de personas interesadas en la materia, el impulso dado por la Sociedad de Folklore, no quedaría infructuoso. Los profesores de castellano y de idiomas titulados en el Instituto Pedagógico, ya iniciados en los requisitos científicos de tales trabajos, seguramente tomarán a su cargo la propaganda en las provincias, y también los profesores de historia general y de historia natural se interesarán por ciertas cuestiones del folklore. (Lenz, 1909:12).
En el capítulo siguiente de su Programa de la Sociedad de Folklore Chileno, que vengo comentando, entrega, con su característico empuje, un “Ensayo de programa para estudios del folklore chileno, cuyos elementos generales y fundamentales transcribiré.

I. LITERATURA. A. Poesía. B. Prosa.
II. MUSICA y COREOGRAFÍA; ARTES PLÁSTICAS y ORNAMENTALES.
III. COSTUMBRES y CREENCIAS. A. Fiestas y diversiones. B. Costumbres y creencias relacionadas con la vida del individuo. C. La vida material del individuo en general. D. Las ocupaciones sociales y los artesanos. COSTUMBRES y CREENCIAS. A. Fiestas y diversiones. B. Costumbres y creencias relacionadas con la vida del individuo. C. La vida material del individuo en general. IV. EL LENGUAJE VULGAR. A. teoría del idioma (gramática) B. El material del idioma. Colección de las voces castellanas. (Lenz, 1909:13-17).

No es del caso en esta colaboración mía, ajena a las discusiones específicas propias de las ciencias sociales y de las humanidades, entrar en una crítica a la nomenclatura, a la ordenación, a las naciones y a las fuentes, utilizadas por Lenz a comienzos del siglo XX, para ofrecer a sus consocios de la institución que él fundara el año 1909, un panorama básico del significado y de la investigación concernientes a la cultura folclórica, crítica que esbocé hace cincuenta años en un recuento sobre sus estudios en Chile, (Dannemann, 1961:7-8); lo que sí debe reiterarse en esta ocasión es el reconocimiento y la gratitud que merece por haber abierto un camino de obtención y de comprensión a una instancia de la cultura chilena, el cual ahora, con su orientación inicial y su presencia anímica e intelectual, ha llegado a cien años de productividad.

Es de plena justicia dejar constancia de la existencia y amplia difusión de la Revista de la Sociedad de Folklore Chileno, asimismo una iniciativa del Dr. Rodolfo Lenz, cuyos artículos se publicaban en los Anales de la Universidad de Chile, tirándose trescientos ejemplares aparte para constituir esta Revista.

Basta hacer presente los contenidos de su tomo primero para comprobar su interés para los interesados en la cultura folclórica:

Entrega 1. R.A. Laval: “Del latín en el folklore chileno”.
Entrega 2. R.A. Laval: “Cuentos chilenos de nunca acabar”.
Entrega 3 y 4. R.A. Laval: “Oraciones, ensalmos y conjuros del pueblo chileno”.
Entrega 5. R.E. Latcham: “La fiesta de Andacollo”.
Entrega 6 y 7. L. Tournier: “Las drogas antiguas en la medicina popular”.
Entrega 8. E. Robles R.: “Costumbres y creencias araucanas. Guillatunes

Mediante un canje con otras publicaciones periódicas del país y del extranjero, esta revista fue conocida y comentada por estudiosos tan connotados como Tomás Guevara, Aureliano Oyarzún y Carlos Porter, de Chile; Juan Bautista Ambrosetti y Robert Lehmann Nitsche, de Argentina; Aurelio M. Espinosa, de Estados Unidos de Norteamérica; Max Uhle, de Perú; todos ellos socios correspondientes de la institución.

Podría decirse, por razones de afinidad de objetivos y temas, que Archivos del Folclore Chileno, fundados en 1950 por el Dr. yolando Pino Saavedra, discípulo de Lenz en la Universidad de Chile, ha continuado la tarea de la mencionada revista, felizmente hasta hoy.

La severa y difícil selección que debo hacer esta vez, de la obra de Lenz, Laval y Vicuña Cifuentes, la complementaré en lo que incumbe al primero de ellos, reiterando la gran significación que tuvo y aún conserva, su contribución al estudio de la poesía popular impresa de Santiago, de la cual puede afirmarse, así como también respecto de otras materias, que fue su descubridor científico; en cuanto a ella, en la última década del siglo XIX (Lenz, 1919).

Observaciones incisivas suyas sobre esta clase de poesía, que forzosamente han de ser tomadas muy en cuenta por sus estudiosos de hoy, 115 años después, con una cuidadosa evaluación conceptual de lo popular, son las que paso a reproducir:
Resumiendo lo anterior, debemos declarar que el contenido de las hojas que venden los verseros en las calles de Santiago, en general está lejos de ser poesía e igualmente lejos de ser popular. Es una literatura de alta alcurnia que ha caído al barro. Sólo los versos a lo humano tratan todavía con frecuencia materias que interesan al pueblo, ávido de sensación. Pero no por eso los poetas y los cantores dejan de ser manifestaciones curiosas de la vida intelectual del bajo pueblo chileno; y en cuanto al significado, no creo equivocarme si digo que prueban que este pueblo bajo anhela por tener participación en la cultura de las clases superiores. Por esto no merecen el desprecio con que, en cuanto sepa hasta ahora, los tratan en Chile todas las personas cultas, nacionales y extranjeras.
[…] Verdad es que la mayor parte de los ‘puetas’ no son muy simpáticos; como la hinchazón es casi el único mérito de sus producciones, valer imaginario.
Faltaría averiguar si no quedan noticias sobre estos poetas populares en los decenios y siglos pasados. El tráfico de los versos impresos apenas habrá comenzado antes de mediados del siglo. No sé si en Valparaíso y otras ciudades haya una producción parecida a la santiaguina. Me faltan noticias. Versos santiaguinos los he comprado ocasionalmente hasta en La Frontera en una estación del ferrocarril. En cuanto al fondo, habrá tenido razón Guajardo: esta poesía se está muriendo de su falta de verdad interior. (Lenz, 1919:139- 144).

La versatilidad en áreas de investigación que poseía idóneamente Rodolfo Lenz, suma a sus hallazgos sobre poesía tradicional, popular y vulgar, sus aportes a la narrativa folclórica propiamente tal, como se aprecia en su trabajo Un grupo de consejas chilenas. Estudio de novelística comparada precedido de una introducción referente al origen y la propagación de los cuentos populares; sin que la adjetivación de “populares” se contraponga con la calidad folclórica de los ejemplos que reuniera, adjetivación usada por su insistente habitualidad de ese entonces; en tanto que esta introducción es de gran provecho para encontrar antecedentes de los dos factores que en ella se tratan (Lenz, 1912, a.).

A esta materia de función narrativa, de entretención y de enseñanza, se vincula la que tiene la misma forma pero función lúdica, y que Lenz estudiara a través de las adivinanzas narrativas, así denominadas por su colega y amigo alemán Robert Lehmann-Nitsche, radicado en Argentina, y que en el título del trabajo al cual acudiré, se llaman cuentos de adivinanzas, como lo sugiriera el español Demófilo, Antonio Machado Álvarez. En efecto, con este segundo nombre; a mi entender, más correcto que el primero, se hallan los ejemplos “recogidos por Jorge Octavio Atria, Eliodoro Flores, Ramón A. Laval y Roberto Rengifo, todos de la Sociedad de Folklore Chileno, con una introducción y notas comparativas por Rodolfo Lenz”, quien va a confirmar su competencia en esta materia, así como su capacidad para formar un equipo (Lenz, 1912:3, b.).

He aquí la descripción de Lenz sobre el particular:
Mientras la mayor parte de las adivinanzas encuentran su solución en una sola palabra, que se puede hallar sin conocer más que los términos de la adivinanza, hay un grupo especial en el cual la solución se puede hallar sólo conociendo las circunstancias especiales a que se refieren las palabras de la adivinanza. Para el que las conoce la solución suele ser facilísima, pero más o menos imposible para quien no está al cabo de esos antecedentes. Esta clase de adivinanzas narrativas… evidentemente deben su origen a cierta tendencia de llevar hasta la parodia la dificultad de adivinanzas intercaladas en cuentos o consejos de cuya solución depende el desenlace del cuento mismo (Lenz, 1912:3-4).
Dicho de otro modo: una adivinanza-cuento o un cuento de adivinanza consiste en la proposición de un enigma cuya solución se infiere del desarrollo del relato que la contiene.

En lo que respecta a Chile, el Dr. Lenz expresa que “El argumento de los cuentos de adivinanzas es generalmente muy sencillo: o se trata de una princesa astuta que promete su mano al que le proponga una adivinanza que ella no pueda solucionar, y los infelices aspirantes reciben el castigo de la muerte; o un rey hace depender el indulto de algún condenado de la presentación de un problema que supere las agudezas de su majestad” (Lenz, 1912:4).

Para ejemplificar un cuento de adivinanza he elegido el que se incluyó en el aludido trabajo de los mencionados miembros de la Sociedad de Folklore Chileno, con el nombre de Palito de hinojo, tamborcito de piojo, por tratarse de uno muy representativo de la chilenidad en el campo lúdico-narrativo, en cuanto a tema, a peculiaridades léxicas, a forma y estructura, a estilo de narración, a actitud y acción de sus personajes, y a su pertenencia a una cultura tradicional de especificidad local, que se manifiesta en el uso de este cuento por comunidades que lo han hecho suyo.

La versión que se presenta fue obtenida en la ciudad de Santiago por Jorge Octavio Atria, el más perseverante, generoso y eficaz colaborador de Lenz en tareas de indagación de la cultura folclórica.
PARA SABER Y CONTAR Y CONTAR PARA APRENDER, Y ESTERA Y 
ESTERITA PARA EXTENDER TIRITAS.
En cierta ciudad había un rey habiloso como él solo, tan habiloso como poderoso y de unos enojales muy grandes. Un día se le ocurrió hacer cortar un palito de hinojo, y degollar y sacarle el cuero a un piojo y estacarlo al sol, y con él y con el palito hizo fabricar un tamborcito, con tanto secreto que no lo supo nadie sino el rey.
El rey era viudo y tenía un par de princesitas muy bonitas. La menorcita era relinda. Un día hizo fijar en la puerta del palacio un cartel en el que prometía casar a la princesita con el que adivinara de qué materiales era un tamborcito que él poseía.
Imagínense ustedes, cuántos nobles, cuántos príncipes, no irían a ver el tamborcito y adivinar de qué sería hecho el tamborcito, para poder casarse con la princesita, que era tan bonita. Todos tomaban el tamborcito, lo miraban y remiraban, lo daban vuelta, lo olían, lo probaban y, por fin, todos se confundían porque no podían atinar de qué clase de materiales habría sido hecho. El rey se reía y la princesita se alegraba cuando algún hermoso y gallardo mancebo llegaba examinarlo, y se entristecía cuando era un viejo calvo, cojo y manco. 
Por fin llega un mal día en que supo un soldadito la oferta del rey, de casar a la princesita con el que adivinara de qué era hecho el tamborcito. El soldadillo era feo, borracho y la cara y todo el cuerpo lleno de tajos que había recibido en la guerra y en pendencias.
Este soldadillo tenía una lauchita que había enseñado muy bien para saber los secretos ajenos. El soldadillo mandó a la lauchita al palacio a saber y a probar de qué era hecho el tamborcito. La lauchita fue y volvió y le dijo: “Amito mío. Palito de hinojo, tamborcito de piojo”.
El soldadillo se fue entonces a palacio y pidió el tamborcito, al que le dio vueltas, olió, golpeó y se hizo que reflexionaba, y se rascaba la cabeza, y, por fin, dio una patada en el suelo y dijo: “Esto es: Palito de hinojo, tamborcito de piojo”.
Imagínense, ahora, cómo quedaría la princesita al saber que aquel soldadillo, tan feo y tan borracho, había adivinado de qué era el tamborcito. En vano lloró y suplicó y se tiró de las mechas, porque el soldadillo no hizo juicio de súplicas y se dirigió al rey y le dijo: “Su majestad, palabra de rey no puede faltar. yo he sabido adivinar de qué era hecho el tamborcito, y mi esposa será la princesa”.
Al día siguiente se hizo el noviazgo con mucha pompa y mucha música. Iba el soldadillo con muchos brillos y la princesa con una corona muy linda y con un lindo vestido de tisú de oro. 
Se me olvidaba decir que la lauchita fue muy agasajada por su amo, el soldadillo. Le dio rico pan, rico quesito y tocino muy gordo. Las fiestas duraron quince días, y el cuento se lo llevó el viento y se volvió por otro caminito para que usted me cuente otro (Cuentos de adivinanzas, 1912:360-361).
A poco tiempo de haber llegado el Dr. Rodolfo Lenz a Chile, Valentín Letelier, con su acostumbrada franqueza, manifestaba en su nota “Los profesores del Instituto Pedagógico”, aparecida en La Ley, de fecha 15 de junio de 1895: “Si hay quizá en Chile tres o cuatro chilenos (Pizarro, Sandalio Letelier, Paulsen, Nercasseau y Morán) que conozcan el castellano tan a fondo como Lenz, no hay hasta ahora ninguno, absolutamente ninguno, que pueda competir con él en la metodología de la enseñanza”.

Así también, durante su casi medio siglo de investigación de la cultura folklórica aborigen y folclórica, de Chile, tal vez nadie llegó a conocer mejor que él la relación entre esta cultura y la lengua del país, así como asombra su sensibilidad y meticulosidad para descubrir y dar a comprender formas específicas de vida folclórica, comprobadas en trabajos suyos no publicados hasta hoy y en otros editados y publicados después de su fallecimiento, con una impronta de viva chilenidad, como “La auténtica poesía folclórica. La expresión poética y musical de las mujeres”, traducida por el autor de esta síntesis selectiva a la contribución de Lenz a los estudios del folclore chileno (Dannemann, 2004:85-102).

amón Arminio Laval Alvear no escatimó esfuerzos, ni capacidad intelectual, ni andanzas, ni afecto, para encontrar y entregar las manifestaciones de chilenidad a las que dedicó lo más preciado de sus diversas actividades, aunque, como suele ser común en no pocos estudiosos, por múltiples razones, no siempre ajustó su quehacer a una diferenciación entre lo estrictamente folclórico y lo propiamente popular, en gran medida porque en sus incursiones a distintos lugares, en su mayoría rurales, no contaba con el tiempo necesario para observar los comportamientos que se efectuaban mediante el uso de bienes culturales, teniendo que limitarse preponderantemente a dirigir su atención a la materialidad de estos bienes, y también porque, en términos comprensibles, Laval carecía del dominio de técnicas etnográficas para un cometido orgánico, así como de nociones operativas de cultura, en particular de las que lo hubiesen orientado a resolver el problema de las desigualdades y de las semejanzas de los indicados planos de lo folclórico y de lo popular.

Si bien en sus trabajos de campo “recogió”, como a él le agradaba decir, abundantes ejemplos de juegos, de textos de cantos y danzas, algunos con notaciones musicales; refranes, creencias, voces y expresiones latinas con mayores o menores alteraciones, su tendencia principal en su formación de autodidacta lo había llevado marcadamente a buscar, con tenacidad incansable, los del género narrativo, esto es, los cuentos comunicados y transmitidos por tradición oral. Téngase presente, al respecto, que el cuento denominado maravilloso y en rigor folclórico “posee una dimensión universal a través de su prolongada existencia, hasta hoy vigente en un grado notable; de su dispersión que abarca todos los lugares de la tierra; de su amplísima temática, cuyos contenidos básicos se encuentran en los más diversos pueblos y en las más variadas lenguas. Por eso es que sus estudios han sugerido a veces planteamientos muy generales, que descuidan particularidades regionales y locales, como son las funciones que muestra el género en los microsistemas sociales donde se cultiva “(Dannemann, 1998:131).

Nadie puso en su época tanta constancia y tanta intensidad como Ramón Laval, en reunir cuentos de las distintas clases que existen en Chile: La de los chascarros, de breve extensión y asuntos jocosos, a veces con propósitos de crítica social; la de cuentos de adivinanzas, ya descritos, con una ejemplificación; la de cuentos de animales, éstos personificados, con las virtudes y defectos de los seres humanos; la de cuentos de consejos, que son sentenciosos y moralizadores; la de cuentos de fórmula, con dos subclases, la de aliteración lineal de un hecho, que puede prolongarse interminablemente, y la de disminución y aumento paulatinos, por sus unidades iguales, de una cantidad inicial de personas, animales u objetos, la primera de las cuales se denomina De nunca acabar; la de cuentos maravillosos, a la que me referiré al final de esta clasificación; la de cuentos picarescos, que tienen a la burla y al engaño con mayor o menor picardía como caracterización fundamental, y la de cuentos religiosos, con personajes que pertenecen a la religión católica, con roles protagónicos y determinantes para el desarrollo y desenlace de la narración.

La clase de cuentos maravillosos exhibe una fuerza comunicativa portentosa, producida por componentes de su inconmensurable universo mágico, los cuales agudizan la sensibilidad y los recursos de transmisión de los narradores, logrando resultados admirables de receptividad y de incorporación afectiva de sus auditores, creándose así un diálogo emocional entre unos y otros, que estimula el vuelo de la imaginación y el poder de la fantasía que todos los seres humanos, cual más, cual menos, llevamos en nuestro interior, por lo que se debe agradecer a estos cuentos maravillosos, y a sus narradores, que nos alejen de lo rutinario, de lo mecánico, de lo trivial, trasladándonos a regiones, a tiempos, a circunstancias, portentosos, que le ofrecen al hombre un reencuentro con la libertad de su esencia (Dannemann, 1998:139).

Su más apasionante aventura de estudioso de la cultura chilena la vivió Laval a través de sus relaciones con narradores y con la obtención de textos narrativos que ellos le daban, como parte de una narratividad general mediante la cual llegaban hasta él los distintos géneros y especies que procuraba encontrar, pero la primacía de su predilección por el cuento folclórico la constituyó el de carácter maravilloso, como se aprecia en el examen de la bibliografía de sus obras, en la cual sobre esta clase de cuentos, las dos más extensas y de mayor delimitación de contenido, nos entregan una prueba irrefutable, no sólo en lo cuantitativo, sino que también en el cuidado que le dio al material que recolectara por medio de muy útiles referencias bibliográficas, notas comparativas y “vocabulario”.

Ellas son Tradiciones, leyendas y cuentos populares recogidos de la tradición oral en Carahue (Chile), 1920, y Folklore Hispano Americano. Cuentos populares en Chile recogidos de la tradición oral, 1923.

Creo no equivocarme, en consecuencia, al proponer que en este más alto grado de predilección, el que implica a los cuentos maravillosos, sintió Laval más patente que en otras formas culturales de su país, a la chilenidad que deseaba encontrar, sin modificarla, sin retocarla, como a menudo ocurre en la divulgación masiva de viñetas caricaturescas de lo chileno. 

Nótese que en los títulos de ambos libros se emplea el vocablo “popular”, por razones de su amplia aceptación de ese entonces, no obstante que, como en parte se ha dicho, el carácter de los cuentos maravillosos es folclórico en su mayoría. Así, el mismo Laval decidió denominar el primer componente del segundo título de estos libros, como Folklore Hispano Americano. También es conveniente señalar que en los nombres de los dos aparece la tradición oral como una demostración de legitimidad de la condición “popular-folklórica” de las narraciones en ellas publicadas; expresión cuyo significado en ese entonces era imprescindible para dicha condición.

El año 1920, en el número 38 de la Revista Chilena de Historia y Geografía, Laval informa que “En 1916 se publicó en Madrid, por la Imprenta Clásica Española, un volumen titulado Contribución al folklore de Carahue, Primera parte. Después añade que “La segunda parte, que debía contener las narraciones (tradiciones, leyendas y cuentos) ha permanecido inédita, y sólo ahora nos es dado entregarla a la publicidad”. Más adelante señala que “Las tradiciones y las leyendas son escasas en Carahue: una solamente recogí de las primeras, y dos de las segundas; y si más no obtuve, no fue, ciertamente, por falta de diligencia. La tradición, como todas las de su especie, es netamente local; las leyendas, ambas religiosas, son de origen europeo” (Laval, 1920: 389-390).

Por lo tanto, y reiterándose la información de Laval, el libro Tradiciones, leyendas y cuentos populares recogidos de la tradición oral en Carahue, corresponde a la segunda parte de la mencionada Contribución al folklore de Carahue, lo que recalco aquí porque me permite más directamente recordar que ésta, la primera, es una evidencia de la compulsiva inclinación de Laval por el estudio del folclore, ya que nació, según sus propias palabras de su decisión del año 1911, de “pasar sus vacaciones en Carahue; y, en efecto, un buen día, el 1° de de febrero, tomé el tren nocturno del Sur, que parte de Santiago a las 6 P.M…” (Laval, 1916:7).

Además esta contribución es la única miscelánea publicada –y casi seguramente la única hecha– por Laval, que comprende, de acuerdo con el sumario que le diera su autor, medicina, secretos de naturaleza, oraciones, conjuros, nanas o coplas de cuna, versos que dicen los niños, inscripciones que los niños ponen en sus libros, juegos infantiles, adivinanzas, coplas, tonadas, canciones, parabienes, esquinazos, cogollos, zamacuecas, pallas, logas.

Una atenta lectura descriptiva a este sumario abre una atrayente discusión de argumentaciones de las ciencias sociales y de las humanidades, acerca de su terminología, sus conceptos, sus métodos de obtención y de difusión, como de su pertinencia a la cultura folclórica, tanto de su tiempo de publicación y de la actualidad; así como frente a la disciplina también de ese entonces y de ahora que tiene como objeto-materia esta clase de cultura, lo que pienso que será siempre de utilidad, evitando caer en un rechazo de este ejercicio por causas de la obsolescencia a priori de antiguos fundamentos. Por ofrecer esta posibilidad, a mi juicio no bien aprovechada por los estudiosos chilenos, Laval también merece gratitud.

A continuación se podrá leer un cuento maravilloso, como los que buscaba y estudiaba Laval, en su afán de incentivar una aproximación a la chilenidad; el cual se acompaña con un comentario del mismo investigador.

CUENTO DE LA LORITA ENCANTADA
(Se lo contó, en 1909, Petronila Riquelme, de 56 años, natural de Chimbarongo, a don Luis Thayer Ojeda, quien tuvo la bondad de obsequiarme la transcripción, hecha por él, en octubre de 1915)

Para saber y contar y contar para saber. Esta era una vieja muy pobre que había criado a un huacho que se llamaba Manuel, y a quien ocupaba en cuidar chanchos en el monte.
Un día el huacho le dijo a la vieja:
He oído decir que hay un rey que paga un almud de plata por un año de trabajo, y yo mamita, me voy para allá a mejorar suerte.
Salió Manuel y llegó a donde estaba el rey, que era el castillo de Flordelís, y estuvo trabajando con toda la peonada durante un año, y a todos les fueron pagando un almud de plata; pero cuando estaban haciendo el pago, una lora que tenía el rey hablaba tanto, metiéndose en las cuentas, que el rey, aburrido, es que dijo:
El que quiera llevarse esta lora en lugar del almud de plata, que se la lleve no más, que soy gustoso.
y ninguno de los que le oyó quiso llevársela, y entonces Manuel, viendo que era tan linda, dijo:
Yo me la llevaré, Su majestad, por el almud de plata.
Y se volvió el huacho para su tierra, y en el camino cuidaba mucho a la lorita y le daba de comer la mitad de lo que conseguía; pero cuando llegó a su casa, la vieja es que estuvo muy enojada porque quería plata y no pájaros y le dio a Manuel una buena paliza y lo mandó al monte a cuidar los chanchos, y después le pegó a la lora, que casi la mató.
Entonces la lora es que dijo: -“Me voy para Flordelís”- y se voló.
Cuando en la tarde volvió el huacho y supo que la lorita se había volado, se apenó tanto que esa misma noche, al amanecer, se fue de la casa.
Anduvo todo el día sin tomar alimento ni descansar, así es que el hambre se lo comía y no podía más de cansado.
Se sentó debajo de unos árboles y se quedó dormido.
Al día siguiente lo despertó una gran bulla que formaban tres lindas niñas, disputando cuál era la mejor. Entonces él se acercó a las niñas y les preguntó por qué discutían tan acaloradamente; y una vez que le explicaron el motivo, les dijo:
Su merced, que es la mayor, es el sol, y en el día ¿qué cosa hay más bonita que el sol?
Su merced, que es la del medio, es la luna, y en la noche ¿qué cosa hay más bonita que la luna? Su merced, que es la menor es la guía de la mañana, y al amanecer ¿qué cosa hay más bonita que la guía de la mañana? –y se fue.
Con estas cosas que les dijo el huacho, se quedaron las niñas muy contentas, y dijeron:
¿Y con qué le pagamos a este joven que nos puso en concierto y nos dejó contentas a las tres?
onces lo llamaron, y la mayor le dio un anillo que daba todo lo que se le pedía; la del medio le dio le dio una pluma, que no había más que ponérsela en el zapato para volar más ligero que el viento, y la menor le dio un gorro, que bastaba ponérselo para hacerse invisible.
El huacho les agradeció los regalos y partió nuevamente; y había andado ya algunas leguas cuando le vino como un desmayo, de lo que no había comido nada desde la noche antes.
Entonces le dijo al anillo:
Anillito, dame una mesa bien puesta de un todo, con los manjares más ricos que haya.
Y entonces se le apareció una mesa llena de los mejores platos y más ricos vinos, y después que se llenó, se puso a dormir la siesta. A la tardecita despertó y siguió su camino hasta que no pudo seguir andando porque tenía los pies hinchados de tanto que había caminado, y se sentó a descansar. y en esto estaba cuando se acordó de repente de su aventura con las tres niñas y de los regalos que le habían hecho, y dijo:
Buen dar con lo tonto que soy, pudiendo volar más ligero que el viento; y sacó la pluma y se la puso en el zapato.
Había volado una porción y ya comenzaba la noche, cuando se le apareció un águila inmensa de grande, que le dijo:
¿Cómo te atreves a volar en mis dominios, vil gusanillo de la tierra?
Entonces el huacho le contó toda su historia, y una vez que oyó el águila, que no era otra persona que el mismo rey de los pájaros, le dijo:
La lorita que andas buscando está en el castillo Flordelís, y apúrate, porque si no llegas esta misma noche, ya será tarde, por lo que allí va a pasar.
Se fue el huacho por el aire, más ligero que el viento, y llegó al castillo de Flordelís cuando ya todita la gente y hasta el mismo rey se habían acostado, y sólo estaba despierto el soldado que estaba de guardia en la puerta del castillo.
Entonces el huacho es que (sic) le preguntó:
¿Qué nuevas hay por aquí, señor guardia?
¿Qué nuevas han de haber? Que mañana se casa la princesa, que estaba encantada, y que no era otra que la lorita que te llevaste en cambio del almud de plata.
Cuando esto oyó, le entró al huacho una gran pensión pero, acordándose de su gorra, se la puso, y por el aire se entró al cuarto de la princesa, que estaba custodiado por siete soldados moros.
Entonces el huacho, que no se había sacado la gorra, le dijo a la princesa:
Si eres tú la lorita que yo me llevé por un almud de plata ¿por qué me has dejado solo?
Y la princesa se asustó tanto que se puso a gritar, y vinieron los siete soldados moros, y el rey y la reina a ver lo que pasaba.
El huacho, como estaba invisible, para que no tropezaran con él se acurrucó en un rincón, y como los que entraron a la pieza nada vieron ni a nadie encontraron, se volvieron, el rey y la reina a sus cuartos y los soldados moros a su puesto.
Al rato que todos se fueron, volvió el huacho a hablar y otra vez la princesa gritó que había gente en su pieza, y entraron de nuevo el rey y la reina y los soldados y como tampoco encontraron a nadie, se enojaron mucho y se fueron diciéndole a la princesa que no fuera a gritar otra vez, porque no le harían caso a sus gritos. y salieron.
Esperó el huacho un momento, y acercándose a la princesa le dijo que no tuviera miedo, que él había hecho un viaje tan largazo (sic) por el amor tan grande que le tenía, y que de ninguna manera permitiría que fuera a casarse con un hombre que no la quería como él; y se quitó el gorro.
Entonces la princesa conoció al huacho y se tranquilizó, y le contó todo lo que había pasado y que ella se casaba contra su voluntad y que a nadie quería sino a él, que había despreciado la plata por ella, y la había cuidado tanto y hasta había tenido que aguantar los malos tratos de su madre.
Después de mucho pensar en lo que harían, convinieron que en la comida, antes del casamiento, la princesa pidiera la gracia de que cada uno dijera un discurso y que él vería cómo ella salía bien del paso.
A la mañana siguiente dijo el huacho al anillo:
Anillito, dame un traje completo, todo bordado de oro y piedras preciosas, y yo que me ponga bien buenmozo.
Y así que acabó de hablar quedó el huacho hecho un príncipe de bonito y elegante y la princesa muy contenta de verlo tan bien plantado. y poniéndose el huacho la pluma en el zapato y el gorro en la cabeza, se despidió de la princesa hasta el otro día.
Al día siguiente, el huacho, bien de mañana, le dijo al anillo;
Anillito, haz que se me presente aquí un caballo de lo mejor y más lindo, bien aperado y con los aperos enchapados de oro y plata. y en el mismo momento se le puso un lindo caballo blanco por delante y montado en él dio un paseo por toda la ciudad, y todo el mundo se quedaba mirándolo con la boca abierta, porque nunca habían visto un príncipe tan bonito y elegante. y al acercarse la hora del banquete, se fue al castillo y cuando el rey lo vio decía:
¿Qué príncipe, tan rico será éste?” y él le dijo al rey que era príncipe que dominaba en el aire.
Al comenzar el banquete, la princesa pidió al rey la gracia de que todos dijeran un discurso, y concedida que le fue, dijo la princesa:
Sacarrial [sic] Majestad, ¿qué será de más valor, una corona de oro o una corona de plata?
El rey contestó:
Una corona de oro.
Yo tenía –dijo la princesa– dos coronas, una de oro y una de plata. La de oro se me había perdido y he tenido la suerte de encontrarla; y como no debo conservar sino una, yo pregunto ¿cuál de las dos debo guardar?
Todos contestaron:
La de oro, la de oro; no tiene vuelta.
Entonces la princesa, tomando a Manuel de la mano lo hizo pararse y dijo:
Esta es la corona de oro que yo había perdido y que acabo de encontrar, y como con ella debo quedarme, con este príncipe me casaré y él no mas será mi marido.
Todos aplaudieron lo dicho por la princesa, menos el novio que iba a casarse con ella y que tuvo que salir todo acholado.
Y así fue que Manuel se casó con la princesa y fueron muy felices, y todavía lo serán, si es que están vivos.
Y se acabó el cuento, y se lo llevó el viento y se coló por la puerta de un convento, y los padres que lo oyeron, se quedaron muy contentos.
COMENTARIO

LA LORITA ENCANTADA

Esta conseja tiene estrecha relación con los numerosos cuentos, comunes a todas las literaturas populares, en que figuran tres animales agradecidos, generalmente un león, una hormiga y un ave, que disputan una presa, casi siempre un animal muerto, y que dan al que los pone de acuerdo, un pelo o una uña, una pata y una pluma respectivamente, que le permiten hacerse invisible, volar y desempeñar otras empresas maravillosas, o tres hombres poseedores de talismanes que tienen el mismo poder, de los cuales, por engaño, logra el héroe apoderarse. No recuerdo haber encontrado en mis lecturas un cuento en que figuren tres niñas en lugar de los tres animales o de los tres hombres; pero, en cambio, son numerosísimos aquellos que terminan con el tema en que el héroe o la heroína refieren que tenían un cofre cuya llave de oro se les ha perdido y mandaron hacer una de plata, y no tan preciosa como la otra, y que después han encontrado la primera, y preguntan cuál de las dos deben preferir, etc. A los cuentos tan conocidos y numerosos en que se encuentra este episodio, agregaré solamente los que siguen, publicados en la interesante colección intitulada Cuentos populares españoles recogidos de la tradición oral en España por Aurelio M. Espinosa:

Núm. 127, Cabeza de burro, p. 258; Núm. 128, El Castillo de Oropé, p.260; y Núm. 130, El lagarto de las siete camisas, p. 267.

Y además:
Cosquin.-Les dons des trois animaux, t.I, p. 166
Fortuné, t. II, p. 128.
Luzel.-L’Hiver et le Rotelet, Cont. pop. De B.-Bretagne, t. III, en las págs. 245-246

Tras las referencias hechas a Lenz, entre otras como eximio fonetista, resulta pertinente preguntarse ¿cómo anotaría Ramón Laval los textos que sus colaboradores, quienes los conservaban y re-elaboraban por tradición oral, le entregaban directamente a él? Seguramente, las más de las veces, con un obligatorio apresuramiento, y en no pocos casos extremos, con un inquietante apremio, para no fastidiar a quienes le proporcionaban sus saberes, algunos más impacientes que otros. y ¿cómo transcribiría esos textos manuscritos por él –con su bonita letra– en una segunda o en más versiones, para su traslado a archivos y colecciones, y que en su mayor parte pienso que se pudieron publicar?

He aquí una cuestión no menor para los etnógrafos minuciosos, la cual levanta dudas y escollos aún más sutiles en las notaciones y transcripciones de especies musicales de aprendizaje y ejecución empírico-orales.

“Don Ramón Arminio Laval no había estudiado transcripción fonética, pero si la hubiese manejado, creo que tratándose de narraciones tradicionales, como las que él ‘recogía´, la habría omitido; por otra parte, no hubiese aceptado amarrar sus anotaciones a un textualismo purista, condenándolas a una lectura tediosa, si bien las hacía con una paciencia digna de un monje amanuense medieval; pero tampoco cayó en la tentación de corregir morfológica y sintácticamente, de una manera generalizada y severa, los textos orales que le dictaban sus colaboradores durante jornadas de larguísimo aliento, como antes las habían resistido y disfrutado, por citar nombres ilustres, los hermanos Guillermo y Jacobo Grimm, en Alemania, en la segunda mitad del siglo XIX” (Dannemann, 2010: 38-39).

“En él prevaleció la finalidad de proporcionar conocimiento y de causar entretención, lo que logró conseguir con un equilibrio entre las peculiaridades de los bienes culturales que ‘recogiera´ y el modo de ponerlos atractivamente a disposición de quienes eran sus destinatarios”. (Dannemann, 2010:38-39).

La razón de ser de este deseo, cumplido en su vida de estudioso de la cultura folclórica chilena, fue la de penetrar, anímica e intelectualmente, en la concepción de chilenidad que él mismo había construido, para hacer oír la voz de ella a través de los mensajes de sus manifestaciones para él más representativas, en una suerte de libre lección, que, implacablemente, requiere de un inmenso poderío didáctico para ser aprendida y entendida, el que Laval en gran medida poseyó y supo acertadamente transmitir (Véase Cuentos de Pedro Urdemales, Laval, 1925).

A su vez Julio Vicuña Cifuentes, como sus compañeros de ruta de investigación de la cultura folclórica, Ramón Laval y Rodolfo Lenz, mostró un decidido interés por diversas materias, no sólo de esta clase de cultura, porque así como lo evidenció respecto de las narraciones en la literatura popular chilena (1919), y de la poesía popular chilena (1926), también lo demostró en cuanto a voces y a expresiones del oficio de los delincuentes de Chile (1910), de la métrica española (1922) y de su propia creatividad poética, cuya publicación más celebrada fuera su Cosecha de otoño (1932).

Pero sus dos obras de más alto vuelo, las cuales conciernen al campo de sus estudios del folclore, y las que más duradera contribución han dejado en su país a sus respectivas temáticas, son Romances populares y vulgares recogidos de la tradición oral chilena (1912) Estudios de folk-lore chileno. Mitos y supersticiones recogidos de la tradición oral chilena, con referencias comparativas a los de otros países latinos (1915).

La primera de ellas estuvo precedida por otro trabajo de Julio Vicuña Cifuentes, el de sus instrucciones para la obtención de romances, que, como profesor universitario, se empeñara en dar a sus estudiantes y a otros posibles interesados (Vicuña, 1905).

Es muy reveladora la posición de este gran y animoso buscador de romances, en cuanto al procedimiento de la consecución de estos bienes culturales y al concepto social de quienes los cultivan, el segundo bastante más avanzado y correcto –desde una perspectiva antropológica de hoy– que el estrecho y erróneo, dominante en ese entonces. Escuchemos al propio investigador: “A las personas que quieran ayudarme en esta tarea, les ruego procedan con la misma escrupulosidad que ya he recomendado para la recolección de romances o corridos, a fin de que sus transcripciones reflejen siempre con entera satisfacción, no sólo las ideas del pueblo, sino también la forma especial en que las emite” (Vicuña, 1905:22-23). y posteriormente, en lo que respecta a su inquietud innovadora:
Al hablar de pueblo, no quiero referirme únicamente a las clases inferiores, sino a la masa general de la población, en que están incluidas todas las categorías sociales. Cierto es que las producciones de que trato abundan más entre los que viven del trabajo de sus manos; pero esto no quiere decir que sean propiedad exclusivamente suya. Con los mismos cuentos con que la mujer del pueblo entretiene a sus hijos, divierte a los suyos, la aristocrática dama, sin que se noten otras diferencias, descontadas la mayor honestidad y cultura del lenguaje, que las comunes a toda producción no escrita y entregada al capricho de los que la repiten. Esto mismo ocurre con los refranes, adivinanzas, etc.
Y en lo que hace a instrucciones más puntuales y muy necesarias, reproduciré dos de ellas, las cuales anteceden a la última, que pide poner “al pie de la copia de cada romance” los datos correspondientes a quien lo dictó, su edad, el lugar de aprendizaje, su domicilio, y la “firma de la persona que lo anotó” (Vicuña, 1905:23)
Estas son las dos que anunciara: “Debe copiarse el romance tal como la persona lo recita, sin enmendar un solo verso, sin corregir una sola palabra, por más bárbaro que sea el error, y por más evidente que aparezca. Quitar, agregar, cambiar o trasponer una sola sílaba es desnaturalizar completamente el romance y dejarlo inservible para el objeto que se persigue” (Vicuña, 1905:23).

“Si la persona no sabe entero el romance, sino fragmentos de él, debe copiarse lo que recuerde, aunque sean sólo cuatro versos, pues todo sirve, todo tiene interés, completo o incompleto, seguido o saltado, se entienda o no se entienda” (Vicuña, 1905:23).

Esta drástica preceptiva de la primera de estas dos instrucciones, contrasta con la flexibilidad de Laval, ya comentada, en la anotación principalmente de los cuentos, y lleva a considerar distintas situaciones, que no sólo competen a los filólogos y lingüistas, sino que también a los estudiosos de la cultura folclórica en cuanto a transcribir textos orales y a los destinatarios de éstos, cuestión que cada vez se simplifica más –¿y se resuelve más?– mediante la obtención y la comunicación de especies orales por procedimientos técnicos electrónicos audiovisuales, los que, además, muy beneficiosamente, permiten dar a conocer el contexto medioambiental, el cultural, el psíquico y el social, en el que se desarrolla la práctica del hecho registrado.

Todas las publicaciones recién aludidas de Vicuña Cifuentes se hallan citadas, y brevemente resumidas y descritas, por Raúl Silva Castro, con su habitual cuidado (Silva, 1937). De acuerdo con el objetivo central de este artículo haré algunos alcances sólo a las que guardan relación con la cultura folclórica de Chile, con un orden cronológico.

Su trabajo Las narraciones en prosa en la literatura popular chilena, corresponde a su discurso de incorporación a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile., Fue recibido por el profesor Arcadio Ducoing, después del elogio a su antecesor, Francisco Valdés Vergara, y expresó que su disertación recaería en la tradición, en la leyenda, en el cuento, en el caso y en el chascarro.

El autor hace algunas observaciones críticas a estos cinco componentes, a su entender, de las narraciones populares en prosa, los que agrupara por su misma forma de transmisión, lo que difiere de una comprensión y división de carácter funcional de ellos, más aceptable para entender su uso en los grupos que los han hecho suyos, en algunos casos en el ámbito de una verdadera comunidad folclórica.

En un resumen de estos integrantes de la narrativa popular, Vicuña propone para la tradición un “Fondo histórico, viciado en su origen por mala comprensión o investigación deficiente del suceso, o desfigurado más tarde, durante el proceso de transmisión oral[…] En la tradición, lo fantástico está subordinado a lo real. El narrador cree lo que cuenta y lo afirma resueltamente” (Vicuña 1919:22). En lo que se refiere a la leyenda, le atribuye un “Fondo imaginario, cuando no mítico, supersticioso, a que pudo servir de pretexto un suceso local mal interpretado”. (Vicuña, 1919:22). En lo que respecta al cuento, en su resumen enfatiza las peculiaridades del maravilloso, del Märchen, en su acepción más específica, en circunstancias de que antes había mencionado sólo a los “Cuentos chilenos” de Pedro Urdemales (Vicuña 1919:19). Afirma que posee un “Fondo enteramente fabuloso. El protagonista está a veces designado nominalmente. El lugar y el tiempo son indeterminados, y extremadamente remotos; para dar idea de esto, dicen a veces los narradores: ‘en un lugar en donde el cielo se junta con la tierra’; ‘en un tiempo en que las culebras andaban paradas’. Es frecuente encontrar versiones mutiladas o con episodios allegadizos tomados de otros cuentos. El recitador no cree en ellos, ni el auditorio tampoco” (Vicuña, 1919:22-23). En cuanto al caso, dice que “su fondo puede ser verdadero o imaginario. Cuando es verdadero, procede de algún suceso local o familiar. En algunos hay designación nominal de personas y lugares, y hasta determinación de fechas; en otros, faltan algunos de estos datos o todos. Se diferencia de la tradición en que su fondo no es histórico, y además, así como de la leyenda y del cuento, en su intención docente, ejemplificadora, y en su mayor brevedad” (Vicuña, 1919:23), y en lo que concierne al chascarro, cree que consiste en “una breve anécdota, picante o maliciosa, de época próxima. Puede ser verdadera, pero ordinariamente es inventada en todo o en parte” (Vicuña, 1919:23).

Enaltece este estudioso a la leyenda, expresando que “abunda lozana y varia en nuestras clases populares, como para contradecir a los que, sin darse el trabajo de investigar –que en este caso es un deleitoso trabajo- y conformándose con las majaderías que oyen repetir a los que en su vida han dicho otra cosa, siguen diciendo que nuestro pueblo carece de imaginación. Poséela en dosis no menor que otros países alabados por la riqueza de su fantasía; sólo que sus creaciones, como las que corren en otros pueblos de América, no han tenido la suerte de interesar sino a muy pocos investigadores…” (Vicuña, 1919: 13-14).

La chilenidad en la tradición de nuestro país, respecto del género en referencia, tiene sus mejores testimonios en nuestras leyendas, añade Vicuña Cifuentes, “[…] informadas casi siempre por el mito o la superstición, como en la mayor parte de los países montañosos y de suelo irregular, donde el campesino y el minero pueblan con los productos de su imaginación, los sitios abruptos y escondidos que no logran escudriñar sus ojos[…]” (Vicuña, 1919:14).

En cambio, en lo pertinente a los cuentos, en cuanto a los maravillosos, refuerza lo sustentado por Laval, asegurando “que en nuestra literatura popular no hay cuentos chilenos, sino versiones más o menos alteradas de los que corren en todos los países cultos” (p.19).

Los conceptos y la nomenclatura de Vicuña Cifuentes, que utiliza en este trabajo, ofrecen posibilidades de discusión hasta hoy, no sólo propicias para la disciplina del estudio de la cultura folclórica, sino que también para las humanidades y las ciencias sociales, a la luz de las actualizaciones del conocimiento de la cultura y de la sociedad en general.

día 16 de julio del año 1916, Julio Vicuña habló sobre la poesía popular chilena en su discurso de incorporación a la Academia Chilena correspondiente de la Real Española, como lo haría, el año 1923, con la misma finalidad, el mencionado Ramón Arminio Laval, con el tema de la paremiología chilena.

Este discurso lo pronunció en homenaje a su antecesor, Adolfo Valderrama, quien ya en 1866 había incluido en su libro Bosquejo Histórico de la poesía chilena, un capítulo sobre la poesía popular, novedoso e incentivador para ese tiempo.

Su autor, más que de lo temático, se ocupa de formas métricas, quizás por tratarse de una materia bien estudiada por él como académico; si bien reúne no pocos ejemplos de contenidos de cuartetas –en noción genérica–. Estas formas son la del romance, de la copla y de la seguidilla, aunque en el Apéndice de su texto trae dos composiciones en décimas que glosan cuartetas, del célebre poeta popular Bernardino Guajardo (Vicuña, 1926:73-76); también se detiene en la denominada palla, de cuatro líneas octosilábicas, la estrofa usual en controversias versificadas. Al respecto, Vicuña Cifuentes deja en claro que “Sea como fuere, lo que caracteriza esta clase de torneos, en cualquiera de sus formas, es que se desarrollen improvisando; por eso, cuando los contenedores ‘cantan de verso hecho’16, a lo divino a lo humano, para lucir su destreza lírica y la fertilidad de su memoria, nadie dice que aquello sea una palla, sino un contrapunto, diferencia que se puede establecer diciendo que la palla es siempre un contrapunto, pero que no todo contrapunto es palla” (Vicuña, 1926:52) Debiéndose hacer presente que en el Apéndice de esta colaboración reproduce “fragmentos de la célebre palla en que don Javier de la Rosa venció al mulato Taguada” (Vicuña, 1926:61-63).

Pese a las objeciones que hiciera a la calidad de varios textos de la poesía popular chilena y a la manera de ejecutarla de sus autores, divulgadores y re-creadores, Julio Vicuña reconoce y exalta uno de sus fundamentales atributos y posibles realizaciones: “La poesía popular de nuestros días no tiene por misión recordar hechos que la prosa divulga hasta en los más apartados rincones de los países modernos; ha perdido, pues, en gran parte, el carácter objetivo que la distinguía; se ha hecho fuertemente subjetiva, y de la coordinación de sus innúmeros fragmentos podría resultar, en cada pueblo, un hermoso poema psicológico de la raza, en nada inferior a las grandes canciones heroicas de otros días” (Vicuña, 1926: 23).

Como ya se recordara, las dos obras de mayor consistencia y de más persistente proyección en el área de la cultura folclórica, de Vicuña Cifuentes, son la que escribió sobre romances de la tradición oral chilena (1912) y sobre mitos y supersticiones de esta misma clase de tradición (1915) la que, como en Laval, emerge potente y aleccionadora para dar una marca de autenticidad de esta clase de cultura a sus contenidos.

No repetiré aquí asuntos hoy bien sabidos sobre el origen y la expansión del romancero hispánico, los cuales, con toda razón, consideró imprescindibles de plantear don Julio Vicuña Cifuentes, tanto en provecho de sus estudiantes universitarios como de colegas, miembros de instituciones a las que él pertenecía, y, en general, de quienes pudieran sentir la significación de una noticia inesperada en Chile; aunque este mismo y fervoroso investigador, según sus honestas confesiones de la página XVIII del libro citado, y ya recordadas, no pensaba siquiera que existiesen vigentes, cantadas o recitadas, en tierras chilenas, esta clase de composiciones poéticas, introducidas en América a comienzos de la Conquista española. Para este catedrático de literatura e investigador de la cultura folclórica, el hallazgo de este acontecimiento lo movió a un compromiso de recolectar sus manifestaciones y a ordenarlas pacientemente en una obra de consulta obligada para especialistas de muchos lugares del mundo, reconociendo la ayuda de varios de sus discípulos en la búsqueda y obtención de romances, quienes lo “pusieron en contacto muchas veces con obreros, criados y campesinos que los recitaban, y cuando esto no fue posible, ellos mismos los recogieron de sus labios con la fidelidad que les había aconsejado. De esta manera logré reunir unas doscientas cincuenta versiones la tercera parte de las cuales me fue proporcionada tal vez por mis discípulos”. (Vicuña, 1912: XVII – XVIII).

Luego se pregunta: “¿Cuántos de esos romances, muchos de los cuales debieron de ser históricos, persisten en la tradición popular?” (Vicuña 1912: XIX). Este mismo interrogante sigo formulando casi un siglo después, azuzado por mi contacto directo y sostenido de cincuenta años con la práctica de romances en muchas localidades de mi país, desde la Región de Tarapacá hasta la de Aisén, la inmensa mayor parte del territorio nacional, con exclusión de la Antártica chilena, práctica de la que tuve una primera evaluación a mediados de la década de los años 60 del siglo XX (Barros, Raquel y Manuel Dannemann, 1970). Pero no soy pesimista, y aunque estoy cierto de que desde dicha década hasta ahora, ha disminuido el canto de romances, más que su mero recitado, éste asimismo menor que en ese tiempo, una buena labor etnográfica depararía una alentadora sorpresa.

Lamentablemente, creo que Julio Vicuña no pudo recoger ningún romance cantado en cilindros de fonógrafo, ya que, aparentemente no dominaba procedimientos eficaces –no se si poseía o no las cualidades afectivas– para alcanzar una adecuada empatía destinada a sus propósitos, como podría colegirse de sus declaraciones (Vicuña, 1912: XXII) Pero sí son de interés las con que informa de que se … “cantan en Chile” con la música…“de nuestras tonadas”, porque con esa forma rítmico-melódica y acompañamiento instrumental de guitarra se siguen ejecutando hasta ahora (XXI).

o de los aportes, especialmente para los estudios histórico-literarios y filológicos, del investigador en referencia, es el de su defensa de la separación de los romances populares y de los vulgares, aunque para los estudiosos de la cultura folclórica de nuestros días, con una posición antropológica, funcionalmente los vulgares pueden adquirir la calidad de populares o folclóricos, según sea el uso que se les dé y, por lo tanto, la clase de pertenencia que les otorguen los miembros de las comunidades las cuales se constituyen por la conservación tradicional específica de ellos.

Desde su punto de vista, don Julio Vicuña Cifuentes cree que “Los romances populares –no sé si todos– se cantan en Chile…” (Vicuña, 1912: XXII). y luego expresa que “De varios romances vulgares, como el de Luis Ortiz y otros que ahora no recuerdo, me han dicho que se cantan con acompañamiento de guitarrón instrumento que sólo he visto manejado por hombres, cantores de décimas y quintillas. Pero es indudable que el largo romance vulgar no se canta, sino que se recita a la vera del fuego[…]” (Vicuña, 1912: XXIII).

Pocas líneas más adelante, profundiza sus argumentos: “El romance vulgar, pedestre y despreciable derivación, literariamente considerado, del antiguo romance juglaresco, relata por lo general crímenes y truhanerías, portentosos absurdos, historias de cautivos y renegados, leyendas de santos que lavaron con sangre del martirio las disipaciones de su vida pasada, cuanto, en fin, puede interesar la enfermiza curiosidad 
del vulgo, ávido de sensaciones fuertes novelescamente preparadas (Vicuña, 1912: XXIV).

En este mismo libro, tras una abundante bibliografía, que da cuenta de la formación académica de Julio Vicuña, se halla una primera parte, la de los romances populares, con treinta y siete temas básicos y noventa y cinco versiones en total de estos temas; una segunda parte, la de los vulgares, con 33 temas básicos y cincuenta y dos versiones en total de estos temas; una tercera parte, la de los romances vulgares procedentes de impresos; con dos temas; una cuarta, la de romances que se transforman en cuentos, con tres temas; una quinta, la de décimas y quintillas escritas sobre temas y versos de romances, con tres ejemplos y dos versiones del tercero, y un Apéndice a los romances populares y vulgares, con diez temas.

Entre los romances populares que incluye don Julio Vicuña, está el de Delgadina, con siete versiones. Quizás sea en Chile, en la actualidad, el de mayor dispersión y el de más vigencia, cantado y recitado, en circunstancias de que en América Latina es uno de los más difundidos. En el libro en referencia, además de las observaciones lexicográficas que a la mayoría de sus versiones hace Vicuña Cifuentes, él mismo añade un valioso comentario, como también los realizara a los otros romances, el cual contribuye a la descripción e interpretación de ellos en el mundo de la cultura latina (38).

DELGADINA.A
(Recitadora: Eloísa Orellana, de veintitrés años; lo aprendió en Coronel, provincia de Concepción; reside en Santiago)

Un rey tenía tres hijas
bonitas como la plata,
y la menorcita d’ellas
Delgadina se llamaba.
Un día, estando en la mesa,
mucho el padre la miraba:
¿Qué me miras, padrecito,
qué me miras, que me matas?
¿No te he de mirar pues, hija,
si has de ser mi enamorada?
No permita Dios del cielo
ni la Virgen soberana,
que sea mujer de mi padre,
madrastra de mis hermanas.
Llamó pajes y criados,
que los trajo de Granada:
Encierren a Delgadina,
delen la carne salada;
Si les pide de beber,
delen la hiel más amarga.
Cumplidos los siete días
se ha asomado a una ventana;
por allí vio á sus criados
Que en el jardín trabajan:
Criados, por ser criados,
que me deis un poco de agua,
que el corazón se me seca
y el alma ya se me acaba.
¡Cómo te la doy, señora,
cómo te la doy, infanta,
que si tu padre lo sabe
La cabeza me cortara! 
Pasados los siete días
se ha asomado á otra ventana:
Hermanos, por ser hermanos,
que me deis un poco de agua,
que el corazón se me seca
y el alma ya se me acaba.
¡Cómo te la doy, mi vida,
cómo te la doy, mi alma,
que si mi padre lo sabe
la cabeza me cortara!
Pasados los siete días
se ha asomado á otra ventana:
Hermanas, por ser hermanas,
que me deis un poco de agua,
que el corazón se me seca
y el alma ya se me acaba.
¡Cómo te la doy, mi vida,
cómo te la doy, mi alma,
que si mi padre lo sabe
la cabeza me cortara!
Pasados los siete días
se ha asomado á otra ventana:
Madrecita, por ser madre,
que me deis un poco de agua,
que el corazón se me seca
y el alma ya se me acaba.
¡Cómo te la doy, mi vida,
cómo te la doy, mi alma,
que si tu padre lo sabe
la cabeza me cortara!
Pasados los siete días
se ha asomado á otra ventana:
Padrecito, por ser padre,
que me deis un poco de agua,
que el corazón se me seca
y el alma ya se me acaba.
¡Cómo te la doy, mi vida,
cómo te la doy, mi alma,
si di palabra de rey
y á mi palabra faltara!
Pasados los siete días
se han abierto las ventanas:
Delgadina está en la cama
de los ángeles rodeada,
la Virgen está á su lado
con una corona blanca,
el padre está en el jardín
y el diablo se lo llevaba 

(Vicuña, 1912:27-31).

El comentario al romance de Delgadina empieza con una cita de Ramón Menéndez Pidal: “A pesar de lo brutal y repugnante de su argumento, o quizá por esto mismo, puesto que la casta musa popular (que casta es a su manera) no suele reparar en tales melindres, el romance de Delgadina es uno de los más populares en España, hasta el punto de que apenas hay región donde no se encuentre” (Antología t.X, p. 130) (Vicuña, 1912:38).

En mis trabajos de campo, en los cuales he hallado catorce versiones de este romance, nueve cantadas, he podido apreciar que en los microsistemas sociales comunitarios que lo han re-creado, que lo han hecho suyo, que lo han incorporado a su especificidad local, que lo han folclorizado, su aceptación temática no proviene de la terrible exigencia incestuosa del rey a la menor de sus hijas; las causas de más efecto de sensibilización son la belleza, el candor, de Delgadina, su martirio y su muerte en compañía de la Virgen, con destino a la gloria celestial; así como el castigo a la crueldad y desquiciamiento del rey, condenado al infierno. Es esta confluencia de factores contrapuestos la que produce la gran intensidad emocional a los cultores del romance de Delgadina; en ella reside y desde allí se pone en acción su impulso anímico, como podría ocurrir o no en otros lugares, en otras etnias, en otras ideologías. La chilenidad cuya presencia en el romancero chileno sedujo a Vicuña Cifuentes, así como a Laval y a Lenz, en los estudios de sus respectivas materias, está en la capacidad de cambiar, de adaptar, formas culturales, de ahí que sea válido hablar de un romancero hispánico, de uno mexicano, de uno argentino, de uno chileno y más legítimamente aún de uno de Llancay, San Pedro, Melipilla, o de uno de Salamanca, con sus propios peculiaridades, cuyo descubrimiento y comprensión verdadera nos ponen frente a mensajes de chilenidad.

Con el encuentro de semejanzas y diferencias, no deja de ser cierto lo aseverado por Julio Vicuña Cifuentes acerca del romancero: “y esa poesía es tanto de España como de Chile, porque los cantos que viven secularmente en un pueblo, toman por sí mismos carta de naturaleza, con más derecho que otros, nacidos en el país, pero que por no corresponder a su idiosincrasia, por no haber penetrado en el espíritu de la colectividad, parecen siempre extranjeros” (Vicuña, 1912; XXVII).

La otra obra cumbre del profesor Vicuña Cifuentes, anuncia con su nombre que se ocupará de mitos –lo apropiado sería decir de relatos sobre seres míticos– y de supersticiones, con la custodia de la tradición oral, y comparaciones con los de otros países latinos. Pero su autor también puso en ella una extensa parte de oraciones, ensalmos y conjuros, con 203 páginas, de las 342 que componen el total del libro, manifestando, con excesiva modestia, que ha recogido pocos, y que “de éstos, los más están ya publicados en la magnífica monografía de don Ramón A. Laval, Oraciones, ensalmos y conjuros, Santiago, 1910. Sin embargo, transcribo aquí, indicando su procedencia, cuantos ensalmos y conjuros han llegado a mi noticia, pues, por su misma naturaleza, todos responden a la índole de este libro; y en cuanto a las oraciones, inserto las de indudable carácter supersticioso[…]” (Vicuña, 1915:120-121).

Concluye con tres apéndices, el que concierne a mitos y supersticiones, el de adiciones a algunos números del texto, y el de adiciones a las referencias comparativas de algunos números del texto.

Sorprende la vastísima cantidad y variedad de estas creencias que se encuentran reunidas en esta obra, así como el carácter chileno, nacional o local, que las distingue y que se percibe cómo emana de ellas, según lo propuesto en cuanto a representatividad identitaria de un microsistema social que ha hecho suyos determinados bienes culturales de pertenencia recíproca y comunitaria de sus miembros. Por otra parte, resulta digna de encomio la erudición de Vicuña Cifuentes en el manejo de fuentes para sus informaciones comparativas.

Las investigaciones con profundidad etnográfica, efectuadas después de la publicación de este libro hasta el presente, prueban la vigencia cultural y social de no pocos seres místicos, entre ellos, el basilisco, el brujo, la calchona, el camahueto, el cuero, el culebrón, el duende, el piguchén, el trauco; miembros de la mitología chilena viva en el sistema étnico-social del país.

Una de las más valederas expresiones de chilenidad de condición psíquica, que podría calificarse como creencia refuncionalizada, es la que, con sagaz sentido del humor, don Julio Vicuña Cifuentes, varón docto y académico solemne, presenta como resultado de sus averiguaciones sobre la existencia y la conducta de los seres míticos.

El diablo no es un personaje interesante en nuestra mitología popular, en la cual tiene un papel muy secundario, inferior en todo caso al que desempeñan otros mitos locales. Desde luego, puede notarse que el demonio espantoso y terrorífico que la religión nos muestra y en que el pueblo cree, no es el demonio que ese mismo pueblo introduce en sus leyendas y consejas, a pesar de que él no admite que haya dos, sino uno sólo. El primero es una figura que se le ha impuesto y que él acepta únicamente dentro de la religión, y el segundo es una concepción suya, en la cual parece vengarse de los malos ratos que le ha hecho pasar el otro.

Efectivamente, el diablo de la mitología popular sólo sirve para dar interés a algunos cuentos, en los que casi siempre hace papeles ridículos, concluyendo por ser engañado, escarnecido y, muchas veces, vapuleado. Se le presenta como un personaje que no progresa, y que tiene, sin embargo, la vanidad de creer que puede alucinar a la gente de hoy, con las mismas trapacerías con que se burló de nuestros abuelos (Vicuña, 1915:47).

El hombre del pueblo no teme al diablo fuera de la religión: ¿y cómo le ha de temer, si un compadre suyo lo vio bailar cuecas en el Parque Cousiño? ¿Si sabe que unos muchachos le ganaron hasta los cuernos en el juego de las chapitas? ¿Si le consta que ño Pedro le molió las costillas porque le camelaba a una de sus hijas? ¿Si el mismo lo ha encontrado ebrio muchas veces, ‘tarde de la noche’, al retirarse a su casa, después de haber estado ‘un ratito’ en la taberna?... ya se comprende, un diablo de esta calaña es un pobre diablo, que puede servir para todo, menos para atemorizar a la gente (Vicuña, 1915:48).

La noción de chilenidad propuesta en las líneas iniciales de este artículo, obviamente no es ni la única ni la más completa, ni la más válida, desde las variadas perspectivas que se pueden intentar para entenderla; sin embargo, desde una concepción antropológica de la cultura folclórica, que he tratado de bosquejar en esta oportunidad, es la de mayor capacidad identitaria diferenciadora y específica, de los subsistemas en que se puede descomponer y analizar, recomponer y sintetizar, el sistema étnico-social-cultural global de Chile, subsistemas que coexisten y que a veces se enfrentan conflictivamente, con los grandes sistemas nacionales estructurales, como el de la educación formal, el de la organización económica, el de la juridicidad y el del derecho. A través de los primeros, en constante creatividad de cambio, de distintas dimensiones temporales y espaciales, de diferentes procesos étnicos, aparecen los comportamientos de mayor libertad cultural, los de las chilenidades de la chilenidad, cuyas formas, contenidos y funciones configuran el mapa de la gran diversidad del país, que nos muestra su unidad.

Acicateados por una invariable, incontenible y perseverante vocación, Laval, Lenz y Vicuña Cifuentes se entregaron a la búsqueda de la cultura de estos microsistemas, como ya se ha dicho, y fueron precursores de los estudios de múltiples disciplinas, legándonos un acopio de saberes y un ejemplo por seguir.

ya lejanos en el tiempo físico, pero siempre cercanos en su aporte a la chilenidad y por sus cualidades morales e intelectuales, valga esta ocasión para testimoniarles la gratitud que con su obra bien ganaron.

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En: Anales de la Literatura Chilena, Año 11, Diciembre 2010, Número 14, 57-92 ISSN 0717-6058


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